En París la tristeza viste gabardina. El amor también. Llueva lo que llueva sus habitantes viven su identidad en las calles, en las terrazas, en los puentes, en las quais de la Seine. En una ciudad con una profunda herida abierta entre Bastille y Republiqué. El corazón del barrio judío donde el terrorismo infartó la sístole y diástole del boulevard Voltaire. Aún se ven en las puertas del Bataclán y en la acera de enfrente la caricia aterida de las flores, las despedidas a mano, la evocación de una intimidad, pequeñas banderas de cualquier nacionalidad, muchas velas derramadas, la silueta abandonada de una bicicleta, un paraguas desplegado en rojo, un pétalo de cielo. Cada objeto y cada palabra, los versos sueltos de un poema de imborrable amor conjurando la muerte. Emociona cruzar el luto del paisaje y sentir el roce de la tragedia, el interrumpido rumor del centenar de pasados vivos que ahora son fantasmas azules cruzando también con gabardina por el interior de la vida. Suena en el barrio la canción de Piaff con la que París resiste su dolor, y persisten sus ciudadanos en la fiesta de lo cotidiano entre los cafés y las cavas de la rue Oberkampf, donde la bohemia moderna convive con lo popular, y los boulvares del metro y las estaciones a ras de piel de la ciudad. Aunque la mayor victoria contra el terrorismo ha sido la cultura. La compra masiva a los pocos días de la novela París era una fiesta de Hemingway y una semana después el masivo respaldo de público a la oferta de sus museos para celebrar la vida y la navidad.

No se ven turistas en París. Ninguna cola los delata. Ni en la hora punta en la que los metros apenas se agolpan de silencio explorando el rostro de los otros y qué pensamiento en fuga se refleja en la velocidad en sombra de las ventanas. Tampoco hay gente varada con el tiempo en los bolsillos o liado en humo en las puertas de los museos donde hacen paz y patria los franceses. Jóvenes, adultos, en la tercera edad de su elegancia –tal vez por la abundancia de escaleras en las entradas y recorridos de los recintos–, solitarios y en pareja. Pasajeros de la mirada más que visitantes, sin disparar contra ningún cuadro a bocajarro del arte o a distancia suvenir de un encuadre caprichoso. Parisinos a sus anchas y franceses de vacaciones, comprometidos todos a favor de la cultura como rencuentro y cobijo. En voz baja, conversando con cada lienzo, un espejo plástico en el que reconocer su Historia y el currículo vitae de su ADN.

Cuatro brillantes y hermosas exposiciones lo certifican hasta mediados de este mes y principios de febrero. Está a usted a tiempo si no le da miedo escaparse a la ciudad más segura en estos momentos. Merece la pena el arte del que les hablo. El primero está presente en la exposición más grandiosa y desenvuelta Esplendor y miseria de la prostitución en París en las salas del Museo de Orsay. Fantasías desenfrenadas, realismo de época, huellas clandestinas, amores tarifados y cuerpos en danza con la intimidad desatada. Toda la lírica de la prostitución retratada en salones de la alta sociedad, palcos de óperas, prostíbulos, cafés y bulevares. Desde las pierreuses de los descampados y las envolventes verseuses que fomentan el consumo de alcohol hasta las chicas de tarjeta que reciben a sus admiradores en su lujoso palacete particular. Luciérnagas del placer decimonónico en secretos daguerrotipos pornográficos para nobles y reyes, y posando frente a la mirada de Toulouse Lautrec, Picasso, Manet, Degas o Coubert. Lúcidos, irreverentes, jugando con la ambigüedad del espectador y la voluntad de provocar. El mismo espíritu babilónico y seductor que hilvana las escenas de la exposición del Museo de Luxemburgo Fragonard enamorado. 80 obras que muestran la poesía de la voluptuosidad de una artista que reflejó la galantería y el libertinaje, la moral y su liberación. Un buen ejemplo es el cuadro que enmarca la escena a puerta cerrada de un hombre y una mujer. El hombre está pasando el cerrojo de la puerta. La cama los espera, está lista, vestida de pasión en rojo. La mujer tiene cierto temor y trata de retenerlo. El genio de Jean Honré Fragonard nos interroga sobre cuál es la relación entre ellos. Sin duda es de seducción y atracción, pero ella no está del todo convencida. La llave para resolver ese enigma no está en el cuadro. Es el espectador quien la posee. Después de todo en cada serie, Los ojos del amor, El engaño, Eros y Psique y Los besos robados, quienes observan desde fuera tienen la sensación de estar escondidos dentro del cuadro, de ser voyeurs junto al lecho o en el jardín donde la dama desnuda su vuelo al columpiarse.

La pintura del ADN francés no es sólo el ojo travieso y sensual del deseo. La huella de la monarquía desflorada, entre el egocentrismo de Versalles y de la guillotina, también corre por su sangre. No es de extrañar que las anteriores exposiciones tengan su contrapunto parisino en la primera retrospectiva que se dedica a la pintora Elisabeth Louise Vigée Le Brun, retratista de la reina María Antonieta y de la aristocracia francesa del siglo XVIII hasta su exilio en Rusia, Austria, Italia y Suiza, donde también pintó a las elites locales fascinadas por su dominio colorista y su manejo del retrato impregnado de Rubens, Rembrandt y Van Dyck. Un maestro del retrato fue igualmente el fotógrafo Lucien Clergue, apadrinado por Picasso y amigo de Jean Cocteau, cuya exposición, en el Grand Palais, consta de siete álbumes dedicados a las ruinas de la guerra, a la carroña, a niños disfrazados de saltimbanquis, a los gitanos de Arles y de Saintes-Maries-de-la-mer, a la tauromaquía y a los primeros desnudos. Qué belleza y misterio sus imágenes sobre el baile nómada, la agonía negra del minotauro y las mujeres nacidas de las olas y desenredadas de espuma de Camarga, los epigramas de arena y viento, y los haikus de agua a pie de playa.

Toda la fuerza de la ida en su derrota y en su fiesta. Simbolismo enhebrado en una ciudad cuya lluvia acaricia suave los bordes de su herida y la pespunta serena con cultura. ¿Nos pondremos aquí alguna vez esa gabardina en lugar de bajar el presupuesto para museos recién inaugurados, mantener el elevado IVA del teatro y cerrar Institutos Municipales del Libro? Siempre nos quedará París y el sueño de que, algún año, la cultura nos reencuentre y nos cobije.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

http://www.laopiniondemalaga.es/opinion/2016/01/03/terrorismo-cultura/819174.html

Written by : guillermo

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