El lenguaje se acostó más español que nunca. No echó cuentas de que el sol en alto le despertaría con una mordaza. Un homenaje Universal, festejado en el Congreso el pasado martes, lo celebró culto, millonario en voces –casi mandarín–, con mucho futuro en rústica y en diálogos humanos. Al día siguiente, la fiesta, como siempre, se tornó resaca. Nunca había visto antes a las palabras mirarse de reojo, vacilantes, escondiendo sus significados en los bolsillos, reticentes a relacionarse entre ellas por el miedo a que puedan ponerlas a la sombra. En el mismo espacio, donde el presidente de la Fundación Independiente destacó el español como « símbolo de unidad entre los ciudadanos» ante 38 instituciones del ámbito cultural y empresarial de España y Latinoamérica, el Gobierno aprobó en su día maniatar la conciencia del lenguaje con el esparto de lo políticamente correcto.

La exigencia socrática de decir lo que se piensa de verdad se convierte en nuestra democracia en una actitud delictiva. Otra cosa que se privatiza: sentir y pensar el lenguaje. José Antonio Pascual, vicedirector de la Real Academia, destacó la importancia de proseguir la elaboración de gramáticas y diccionarios (esos indispensables museos de la palabra), y la periodista María Rey reflexionó sobre una lengua con un «potencial intenso que no somos capaces de potenciar». Quizás no era el momento pero hubiese estado bien defender la libertad como el territorio imprescindible para el lenguaje. También para el de las imágenes, cuya capacidad incomodatoria tampoco escapa a una ley que golpea bajo a una profesión muy magullada por la crisis.

Sin palabras, sin imágenes, lo real se desarma, la memoria se silencia, la libertad no se convive. Las asociaciones de prensa convocaron manifestaciones pero se vieron a pocos del oficio con las cámaras enarboladas en alto, con esparadrapos en la boca o, en sus medios, con su voz en combate reclamando el derecho a la información, y los derechos fundamentales de la ciudadanía como el de reunión, manifestación y libertad de expresión. Lo sabemos. Ustedes y yo. Ellos y los otros. La gente sólo toma las calles con la sensación de estar llegando tarde a alguna parte. Y a pesar de consignas como «Periodistas en pie de guerra», lo cierto es que hace décadas que el oficio perdió la batalla. Sin rigor, sin independencia, sin talento para la escritura y sin rebeldía contra cualquier tipo de censura, las palabras son incapaces de rehacer la realidad para sacar a la superficie otra versión de ella, para construir informaciones e historias que atrapen el interés y penetren en el corazón o el pensamiento de la gente. El periodismo del maestro Delibes, su ética camusiana, su simbiosis con la literatura y su capacidad para desafiar al poder, no se llevan. Frente a Camba, a Chaves Nogales y a otros brillantes nombres, la mayoría de las empresas eligieron (más rentable comercialmente) una escritura que no reivindicase las cicatrices del adjetivo, la insumisión del verbo, la experiencia del sujeto para interrogar qué hay al otro lado.

No es frecuente enseñar en las facultades, tampoco en las pocas redacciones que resisten, que la perfección de la palabra es insaciable. Que han de buscarse siempre las precisas, las idóneas, las que no pueden ser sustituidas, porque la palabra es responsable de lo que dice, y de la forma en cómo se dice. Nunca es neutra. La palabra es una actitud, un posicionamiento. La libertad de lo que no se calla. Tampoco es habitual preguntarse si se escribe para los políticos, los columnistas, el lector azoriniano de Guadalajara, la gente sin brújula o para los poetas que frente al mar de cada 22 de febrero se despiertan Machado.

La derrota del lenguaje comenzó en la enseñanza. Hace mucho desasoseigo que no se transmite, como se debiera, que los libros son los mapas de la vida. Que con las palabras cada uno construye su identidad, el discurso de su relación con el mundo, con una realidad que es el vestíbulo de la imaginación y también un estado de alerta. Leer ya no es presente de indicativo, y la mayoría de la gente ignora que la lectura hidrata y regenera el lenguaje. La casa verde de Vargas Llosa, la poesía infractora de Caballero Bonald, la heterodoxia de Juan Goytisolo no encuentran hoy el boca a boca de su poderío y su riqueza. La mayoría consume lo que no requiere esfuerzo y se pierden la magia del lenguaje que infunde valor o crea encantamientos. No progresa una sociedad que desprecia el conocimiento y el disfrute de las herramientas con las que cada uno talla la pasión de sus aventuras, expresa las arrugas de su pasado, el misterio de algunas fotografías en cuyo corazón de un instante recuerda haber estado, o cuenta la vida que pasa y a la que de repente un día ya no se la silba.

No hace falta una ley mordaza. El lenguaje ya está amordazado. Sin amor a las palabras es difícil expresarse correctamente, escribir de una manera autónoma, explorar posibilidades y rebelarse eficazmente contra la censura y la manipulación que recortan a diario las alas de la palabra que piensa y vuela. No me gusta el lenguaje deshabitado. Tampoco el que se convierte en metralla ideológica o en la eyaculación exprés de 140 caracteres. Prefiero el que me transmite retratos de personas, de la vida lo que no sean simulacros, aquello que impide ver la ceguera, preguntas como puntos de partida y respuestas que me despierten hacia delante. Un lenguaje en el que suceda lo que se cuenta. Y también lo que se denuncia. Mis palabras serán siempre rebeldes piratas, honestas y consecuentes allí donde exista un sueño posible, un frente en batalla y una injusticia que las demande. La libertad y la belleza son su mar y su única bandera.

El lenguaje no se apalabra, se conquista y se vive sin rendirse al miedo.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

http://www.laopiniondemalaga.es/opinion/2015/07/05/lenguaje-amordazado/778930.html

Written by : guillermo

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