Sólo una vez Charlot fue mujer. Con cara de luna llena, redonda la felicidad de su mirada, entre el brillo infantil de la ternura y la tristeza de lo frágil, de rojo la pequeña boca de la sonrisa inocente y la pena abisal. Charlot fue mujer cuando Fellini hizo magia de cine con un bombín de payaso y sacó un pájaro de nombre Gelsomina. Una criatura humilde, bella, poética, con la que contar una tragedia griega sobre la dureza y marginalidad de los cómicos ambulantes para los que la vida era el camino. Su historia nació un domingo a las afueras de Roma. La imaginó Federico Fellini al detener su Topolino de recién casado con Giulietta Masina frente al carromato nómada de una pareja, forzudo y agrio el hombre, encogida en su sumisión desvalida ella. Nunca seis o siete folios de un guión improvisado dieron para un hermoso relato León de Plata en 1954, Óscar a la mejor película extranjera en 1957. El año en el que Claudio Villa ganaba el Festival de San Remo; Beatrice Faccioli se proclamaba Miss Italia; Gastore Nencini se vestía la definitiva Maglia rosa del Giro y en las calles el Fiat 500 era el símbolo de la clase media. Su mellizo Seat 600 hacía lo propio en España donde Jesús Loroño subía al podio final de la Vuelta a España; Pinito del Oro triunfaba en el trapecio y Sara Montiel se convertía en sex symbol con El último cuplé.
No sería aquel el primer Óscar para el director de la fantasía como sueño de la realidad, de la memoria afectiva de la ciudad y el análisis de lo humano. Llegarían el de Las noches de Cabiria -de nuevo descomunal Masina-, el de 8 ½ -un auténtico revolcón del concepto del cine y lo autobiográfico- y el de la maravillosa Amacord. Quizás lo merecieron también La Dolce Vita –por su retrato entre la sequedad neorrealista de la postguerra y lo que empezaba a ser el esplendor y frenesí de los 60, con su bello alter ego Marcelo Mastroianni- y su fantasmagórico y sensualmente barroco Casanova –espléndido Donald Sutherland- con ese vals por la cintura una muñeca de madera sobre la helada laguna de Venecia. No le hicieron de menos al mago que hizo de Cinecittà el plató de sus sueños, de sus caricaturas, de las penumbras en las que hallaba la creatividad y su defensa de la imaginación como una categoría cognoscitiva de lo real y del mundo. Esa poética, junto con su magisterio para comunicar emociones sencillas y profundas que emocionan porque te sacuden o en ellas reconocemos la sal y la espuma de la vida, son las razones por las que sigo siendo adicto al cine de este prestidigitador que hoy hubiese cumplido 98 años satiricón, agnóstico y vital.

Su efeméride la he celebrado gozando de La Strada que Mario Gas ha versionado con espléndidos y acertados toques del absurdo de Beckett, como lugar y espera de la muerte, y especialmente de Chejov con su lirismo íntimo del dolor, de la identidad de la tristeza y de la soledad. Los sentimientos personalizados por los personajes de Gelsomina, Zampanó y el Loco. La ingenua ternura de la derrota, la supervivencia nihilista y feroz, y la lucidez poética del que refugia su angustia en la quimera de resquebrajar la luna con una piedrecita. Tres soledades compartidas que luchan consigo mismas por respirar, y a las que Mario Gas les pone rostro de clown para reconstruirlos más cercanos y decadentemente poéticos entre el público del Teatro Cervantes, lamentablemente escaso ante la solidez de la obra de Fellini y de la adaptación de un director que enriquece las obras por su indagación en la naturaleza humana y el destino: El concierto de San Ovidio – en una versión de Estudio 1 descubrí a José María Rodero y me enamoré para siempre del teatro-; Calígula; Incendios; Un tranvía llamado deseo o El sueño de un hombre ridículo por citar las más recientes excelencias de su talento. También me gusta su don maestro en extraerles a sus actrices y actores todos los colores de su paleta, los matices de un detalle que improvisan en el diálogo compositivo entre director e intérpretes.
Un buen ejemplo son los que ponen en pie su versión expresionista -con el apoyo visual de la multi funcional escenografía de Juan Sanz que hace de la historia un roadtheatre-, formidable Alberto Iglesias en sus registros de mimo y en su diálogo de Loco con la ingenua bondad de Gelsomina; sobrio y amargo Alfonso Lara como el machista, forzudo e insensible Zampanó, muy shakesperianos ambos, y maravillosa en su autenticidad, desenfado, vitalismo e hipnótica sensibilidad Verónica Echegui en el corazón de Gelsomina y su fabuloso monólogo acerca de su venta y sacrificio. Muy exigidos los dos últimos por el tremendo peso de sus roles inmortalizados por el carisma de Giulietta Masina y de Antohny Quinn, demiurgos de lo dramático y de la dulce mansedumbre en la película de Fellini. Hay papeles en el teatro que son más que un examen, porque pueden condenar a un fracaso, hacerte cautivo de una obsesión, obsequiarte con un reto para crecer –serían los casos de Iglesias y de Lara, quien ya cosechó un Premio Max en 2010 por su excelente manager en la obra Urtain-, o descubrir el duende con el que triunfar gracias a ese papel, así sucede con Echegui y la huella que despierta su carnalidad de la pequeña payasa que expresa con la trompeta el alma de su soledad en una melancólica balada Rota.
No desmerece de la cinematográfica La Strada de Gas equilibrada en sus claroscuros de la miseria, de la crueldad y la lealtad doblegada, del mundo del circo que aún hoy continúa siendo una épica travesía de supervivencia, y las evoluciones del amor por las que va creciendo el personaje de Gelsomina. La esencia, junto a Zampanó, de esta relectura de La bella y la bestia que indaga en dos maneras de enfrentarse al destino de sus derrotas: desde las ganas de ser feliz y desde el desarraigo emocional. Nos la cuenta el director de Montevideo con escenas que tienen algo de daguerrotipos viejos de la postguerra de la memoria, y momentos que parecen monologar de frente con las frustraciones y violencias de nuestro tiempo. Zampanó doliéndose existencial y digno de no pertenecer a los que se ganan la vida con trabajos sospechosos, y sí con el esfuerzo de lo único que se tiene, malgastando continuamente la vida a cambio de lo poco que les entrega su trabajo. Lo hace áspero y vencido, regio en el rictus agrio, Alfonso Lara con la metáfora de la cadena de Zampanó, como la serpiente que nos expulsó del paraíso, enroscada en el pecho.
Hubo pocas toses, ese mal generalizado en los teatros españoles, y pocos son los peros sobre la obra: la frialdad del ritmo narrativo y el cierre de algunos de los cuadros escénicos que no se resuelven abrochando del todo sus desenlaces. Unas cuestiones técnicas de las que no son conscientes los espectadores ensimismados con esta ruda historia de amor y desencuentros entre el desamparo de un hombre que, al igual que Sísifo, representa la rutina existencial de romper a pulmón una cadena en las calles donde la pobreza y la ilusión son una ingrávida moneda, y la maltratada loquita renuncia a la huida para salvar a su amo a través del afecto de su compañía. Nunca llega ese reconocimiento. Ni al final de la historia, y muchas veces tampoco en la realidad donde entre nuestros sueños y sacrificios existe también ese ángel desvalido de nombre Gelsomina, al que nadie le echa corazón ni cuentas.
Empezó en alto esta 36 edición del Festival de Teatro de Málaga con el Ahab de ese inmenso actor que es José María Pou en Moby Dick, e irán citándose con los espectadores, y las diferentes formas de medir las valoraciones de la dramaturgia, el Azaña de otro maestro como José Luis Gómez; El Rey Lear en versión de Ricardo Iniesta y ese Rothko con el que Juan Echanove se va convirtiendo en el Rodero de nuestro tiempo. Esperemos que el público escoja la cultura como conciencia y vitamina, y disfrute del teatro a todo gas que conmueve y hace pensar en lo que somos, y en el camino que representamos.
*Guillermo Busutil es escritor y periodista
www.guillermobusutil.es

https://www.laopiniondemalaga.es/opinion/2019/01/20/gelsomina/1061853.html

Written by : guillermo

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