Nadie tiró tanto de espada en verso como Francisco de Quevedo. El poeta del placer contraherido de cuerpo y amante de vida, que se batió lo mismo en tabernas de Nápoles y de España que en los salones de nobles y de reyes, donde la ebriedad y el deseo más que lujuria entre las piernas envolvían el poder y el dinero. Los enemigos, junto a la hipocresía a la que denominó la calle más grande del mundo, frente a los que Quevedo defendió la dignidad imposible en el Siglo de Oro de la corrupción y de la picaresca. Esencias ambas del ácido desoxirribonucleico de nuestro ADN. E igual de presentes en esta España que hoy se llama Gürtel. Su lucha nos la ha recordado Juan Echanove, un actor con el teatro en vena, intenso y en trance, interpretando su heterodoxia y sublevación en dolor y en metamorfosis en los Sueños. Una obra de cuatro partes, caricatura y testimonio, alucinación y catarsis, del escritor que nació para ser la conciencia en denuncia y esgrima de aquel Barroco de Felipe III, ensimismado en una falsa grandeza saqueada por la contabilidades en B de su validos el duque de Lerma, y posteriormente el conde de Lemos.

No hay soneto de Quevedo, al igual que su excelente novela El Buscón, que no nos transmita en esta versión de José Luis Collado la sensación de que estamos leyendo la prensa diaria, y asistiendo a la voz de un intelectual de la lucidez insobornable de Emilio Lledó o del desaparecido José Luis Sampedro. Su vigencia no está en las aulas donde los clásicos, al igual que todos los maestros de los géneros de la literatura, están en un purgatorio académico o en el desván de las lecturas educativas de las que también muchos profesores carecen, y no se exigen. La actualidad de la crónica del desencanto y del ingenio de su satírico lenguaje sobre la inmoralidad y la pobreza crítica, de la comparsa de la justicia y de los dignatarios, reside una vez más en la fuerza del teatro y su voz para convocar el pasado en el presente que refleja las podredumbres, los fraudes, los abusos, los vicios y los engaños de hace cuatro siglos como punto de partida y de regreso.

Duele Quevedo, sus puntos airados sobre las íes cuestionadas. Ha sucedido siempre. Se debe a la contundencia moral de su pluma, de la que él mismo dijo que era la lengua del alma. Y por la sensación de impotencia frente a las injusticias y a los poderes que combaten la insumisión de pensamiento con su gestión de la ley a su favor y a la contra. No en vano sufrió Quevedo destierros, persecuciones, prisión y desenlaces provocados por la doble moral que todo lo mide en función de sus intereses y sus corifeos. Y de la envidia, de paso, también. Todo su drama, la audacia de su rebeldía y de la verdad, presentes en preguntas como «¿Es que nunca se ha de decir lo que se siente?», nos la entrega esta producción de la Compañía Nacional de Teatro Clásico, de La Llave Maestra y de Traspasos Kultur, que divide estos Sueños compuestos entre 1606 y 1626 en tres pesadillas en coreografías, monólogos y diálogos, ideadas por Gerardo Vera -qué gran demiurgo del teatro como estética y maridaje de la palabra y el movimiento, de la escena y el vestuario- como engranajes de una misma fiesta, de un fascinante caleidoscopio que juega a reflejar lo que somos a través de lo que hacemos, lo que silenciamos y lo que sucede en el universo libertario de la mente a pierna suelta.
Tres bodegones de arte con piel musical de Bach, de Monteverdi, de Bártok y de cantos árabes -otro acierto de lenguaje interior de lo que se cuenta y reflexiona-que nos ilustran sobre la biografía de Quevedo, el declive y el infierno donde el blanco «contra el que no puede luchar el hombre y hace posible todo cuando pueda soñarse».

Historia, esquirlas de sombra y pepitas de luz de lo acaecido al personaje en amores y enfermedad, en amigos y en ausencias, utilizando la memoria delirante como un espejo valleinclanesco que refleja deformada la realidad del siglo XVII y la de este en el que seguimos sin despertar la conciencia, al mismo tiempo que presta voz y drama a los fantasmas de Quevedo, a su ironía entre el hundimiento moral, el misticismo poético y la filosofía de lo que dos siglos más tarde sería decadentismo, y su deseo de volver a ser espada de escritura y sexo.

Humanidad y talento podría decirse de este Quevedo Echanove, personaje en carne y alma con un poderoso hechizo de dicción -es fantástico ver y escuchar la perfecta armonía de la métrica del Siglo de Oro, y los tonos del dolor, de la angustia, de la tristeza, de la ira, del orgullo y la derrota que va corporeizando a lo largo de la obra- consiguiendo que cada tono sea un color y una voz, que todas sean los Quevedos de Quevedo. Una cualidad de vieja escuela, tal vez de aquella de Álvaro Custodio, miembro de La Barraca, en la que empezó, y que tanto se echa en falta en la opaca y vulgar vocalización de la gran mayoría de los actores y actrices del cine español que vienen de la televisión.
Afortunadamente no son los ámbitos de los que enriquecen la obra con sus réplicas como la destreza curtida de Abel Vitón en triple papel y sobre todo como Dinero; el lirismo de frescura y belleza de Beatriz Arguello en piel de Aminta, Dulcinea de burdel del quijotesco Quevedo; la poderosa naturalidad y fuerza escénica de Marta Ribera -nunca una muerte tan carnal y poética como ella-; el convincente hacer destacable de fregona del Hades de Antonia del Paso, y un excelente cardenal censor y diablo en cabaret de Fosse interpretado por Ángel Burgos. Ninguno desentona en los cuadros con ecos de Goya en blanco que van narrando el fondo pictórico de la agonía de ciento setenta minutos del escritor que pena entre un gélido infierno de nieve, el manicomio del dolor, el balneario de fantasmas por cuyas aguas de un estanque flota una Ofelia, y el encierro en el que Quevedo se encara con su final.

Hace veinticinco años Echanove fue un cerdo. La culpa fue de José Luis Castro. Y entre ambos se embebieron en tierras adentro sevillanas de las excelencias del sagrado animal de la gastronomía española. El resultado fue una obra sobre la soledad y la explotación en la que Echanove empatizaba desollado y existencialista con el sufrimiento del puerco que empezó a obsesionarle. Es lo que tienen los actores que se buscan a sí mismos dentro de su personaje, transmutándose en él, el riesgo de que las emociones los desborden e incluso que, durante un tiempo, los deje atrapados.

Siempre ha logrado escapar. Lo hizo también después de volver al éxito con Los hermanos Karamazov donde interpretó el alma negra de Fiodor, un bufón maltratador sin posibilidad alguna de salvación. Un gran ramo de aplausos y de rosas sobre el escenario donde la química entre Collado, Vera y Echanove fue la piedra filosofal de los Sueños de Quevedo. Y también a la maestría con la que el actor mantiene la plasticidad, la complejidad de la obra, a veces algo críptica para quiénes cojean en cultura y en el autor, la limpieza y credibilidad de un personaje por cuya recreación se merece mucho más que un premio. Lo contrario a lo que le dijo el gran Robert Mitchum en un palco del Festival de San Sebastián en 1993 cuando iba a recoger su Concha de Plata. «You are not the best; you are only the winner».

Terminará la gira poco después del Cervantes de Málaga y buscará Juan Echanove otra criatura con la que devorarse mutuamente en un banquete para nuestro placer. Hoy le doy las gracias por levantar las alfombras con su Quevedo. Y esperaré a que levante otro telón, para continuar sabiendo de la vida y su teatro.

 

http://www.laopiniondemalaga.es/opinion/2018/01/28/suenos-moral/983106.html

Written by : guillermo

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