Paris es un beso que se guarda. Unas veces un piano despertará su recuerdo, tocándolo dos veces. Y otras será la memoria de la tristeza, bajo un sombrero de ala corta, a punto de volar entre la niebla. Un gesto del amor y su resistencia. Siempre le deberemos a Casablanca ese inmortal y romántico beso sin labios. Palabras tan sólo, carnales, húmedas, en suspense la renuncia y el arrebato, entrelazándose en corto y en largo. Sin que las bocas de Rick y de Ilsa Lund dejen de mirarse en primer plano. No sé si la escena fue del director Michael Curtiz o la escribió Howard Koch en el célebre guión improvisado a diario. Lo cierto es que ambos son responsables de que todos hayamos querido ser Bogart y estrechar a Bergman, despeinándole el sombrero, apretando su cintura contra la nuestra.

También ella, la actriz sueca, subió ayer, hace 33 años, a un avión nocturno. No era Lisboa su destino. Ni a bordo servían pastis ni champagne con los que brindar por la victoria frente a la Gestapo o por el último viaje. El mismo día del mismo mes de cuyo año se cumplió su centenario. La siempre periodística efeméride que nos permite resucitar a los muertos que fueron míticas estrellas del cine. Los modelos de los que aprendimos a hablar en blanco y negro, esquinando un cigarrillo en los labios como un gesto de dureza, también en el silencio. A mirar indomables y libres, manchando de humo el carmín entreabierto. Aquellas películas nos enseñaron, en las épocas más grises donde los sueños son de celuloide, que las aventuras se cierran de madrugada, que la soledad se abriga en los bolsillos con las manos. Y que con un beso, a veces, también se pierde.

Cuestiones naturales, cercanas, que exigen el talento de vivirlas sin florituras ni aspavientos, como si fuesen conductas normales, sucesos cotidianos, huellas en las que reconocerse. Transmitirlas sin esfuerzo es lo que distingue el trabajo bien hecho del talento escénico. La capacidad de construir el papel o de sacarlo de dentro, con tan sólo mirarse en el espejo con la naturalidad de saberse en la piel de otro. Esa cualidad hizo brillar a esta actriz de la gauche divine de Hollywood en la que destacaban la rebelde personalidad masculina de Katharine Hepburn, con su sex-appeal sin maquillaje, la tórrida tentación de Ava Gardner, la inasequible belleza fría de Grace Kelly. Ninguna poseía la cercana franqueza de la hermosa sueca que no fue una diosa, como aquellas que colonizaron en bikini las playas flamencas de los setenta. Lo suyo fue el triunfo de la femineidad sin pretensiones. La espontánea vitalidad que incluso en sus papeles más sofisticados siempre desprendía una aureola de autenticidad.

No sólo Casablanca fue Ingrid Bergman. Su filmografía está llena de planos que enamoran. Una mujer en la terraza de un hotel, al costado de nuestros sueños o en los montes a los que se echan las más románticas batallas. Es imposible no recordar a la joven María de Por quién doblan las campanas, la novela con la que Hemingway fue miliciano de la República.; a la serena y dulce doctora Constance de Recuerda, donde Dalí colaboró con Hitchock; el desafiante glamour de la Alicia de Encadenados, y la resistencia psicológica de Paula frente a la locura en Luz de gas. Qué envidia de Gary Cooper, de Gregory Peck y de Cary Grant. Seductores y seducidos por el halo de una mujer despejada y en curvas, desde las mejillas hasta la boca, desde el pecho hasta las piernas. Frágil en el temblor acuoso de su mirada y contundente el gesto indomeñable de sus labios en acomodo o en trampa. Una actriz más bella como mujer en una fotografía de perfil: melena corta y en chaqueta, disparando con una Reflex la privacidad de una escena de montaña. Esas fueron sus armas. Las que abrieron el diafragma al aceho y en combate de Robert Cappa, la amistad retratada por Chim, la atención egocéntrica de muchos directores que la escogieron por su magia y le hicieron conquistar tres Óscar y tres Globos de Oro, además de otros premios y nominaciones en su 44 películas.

Al recordar a Bergman es imprescindible detenerse en su gesto de modernidad rebelde, en la libertad de una mujer que se atrevió a romper tabúes y estereotipos morales de la época para vivir un volcán tan sentimental como profesional. No le importó, al ver Roma Ciudad Abierta, declararse como actriz y como mujer a Roberto Rossellini. «Si necesita una intérprete sueca que hable perfectamente inglés, que no ha olvidado el alemán, a quien apenas se entiende en francés y que del italiano sólo sabe decir ´ti amo´, estoy dispuesta a hacer una película con usted». Con él rodó Stromboli y dos películas más, y fue madre de Isabella Rossellini, que tanto se parece a la actriz que se negó a cambiar sus dientes, sus cejas, su nariz, y a llevar tacones. También exigió al productor Selznick que no se cambiara su nombre, algo a lo que estaban abocadas las actrices europeas que llegaban a Hollywood y eran remodeladas según los patrones estéticos de su cine. Nunca la vi actuar en teatro, interpretando obras de Eugene ONeill, de Ibsen y de George Bernard Shaw, donde la crítica ensalzó su registro dramático y su pasión exacta para cada personaje y cada momento, con esa mezcla de fortaleza y vulnerabilidad que provocaban que cualquier hombre creyese que Ingrid era la mujer necesaria en su vida.

Con luna llena se cumplió su centenario, como si ella fuese su rostro orlado entre las estrellas, recordándonos que el éxito es conseguir lo que quieres, y la felicidad es querer lo que consigues. No es fácil reflexionar sobre la filosofía de su frase, cuando uno sólo piensa en burlar los 2 minutos y medio de la censura, demorándose en caricias con suspense. Besar Paris en la boca de Bergman.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

http://www.laopiniondemalaga.es/opinion/2015/08/30/beso-bergman/791726.html

Written by : guillermo

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